Guerra sin cese al fuego

Mientras otros negocian la paz, nosotros contamos los muertos.

En 1979 publiqué por primera vez con mi nombre. Un artículo sobre la entonces reciente revolución islámica en Irán. Era otro mundo, pero ya se hablaba —como si fuera un término reservado a los sabiondos— de geopolítica. Yo apenas empezaba, y como muchos principiantes, soñaba con ser reportero de guerra. No me tocó. Nunca fui.

Pero con el tiempo entendí que sí me alcanzó una guerra. No en Asia, no en Europa del Este, no en Medio Oriente. Me alcanzó en mi propio país. Una guerra que no fue declarada con trompetas ni tratados, pero que ahí está. Y lleva años.

En aquellos tiempos se hablaba poco —o nada— de los conflictos en México. Hoy, en cambio, hablamos demasiado… pero hacemos muy poco. Las cifras matan más que las balas: tres homicidios dolosos por hora tan solo el fin de semana pasado. En Guerrero, veinte muertos en dos días. En Guadalajara, este lunes 23 de junio, el conteo macabro incluyó feminicidios, calcinados, “daños colaterales” y muertos sin nombre ni historia.

Mientras tanto, ¿qué hace el país? ¿Clamar por la paz? ¿Llamar a un cese al fuego? Nada de eso. Aquí no se negocia. Aquí se normaliza.

En el conflicto de Irán, incluso entre enemigos históricos como Israel y Hamas, se abren al menos pequeñas ventanas para negociar un alto al fuego. En cambio, en México, ni siquiera fingimos interés en frenar la violencia. Lo que se intenta cambiar no es la violencia… sino la percepción de la violencia.

Nos hemos vuelto expertos en justificar la barbarie. En acostumbrarnos. En mirar hacia otro lado. Perdimos la capacidad de asombro. Ya no duele saber que en una fosa en Jojutla hay bebés, mujeres, hombres, todos enterrados como si no valieran nada. Ya no nos mueve saber que un niño muere en fuego cruzado. Ni nos indigna que una familia entera quede atrapada en la guerra de otros.

Nos preocupamos más por la posible Tercera Guerra Mundial allá afuera, que por la guerra real que tenemos aquí adentro desde hace casi dos décadas. Una guerra que empezó oficialmente en 2006, pero cuyos muertos ya llenaban fosas desde mucho antes. Una guerra sin fin. Sin estrategia. Sin paz posible.

Y lo más grave: sin que nadie —nadie— se atreva a pedir un cese al fuego.