La narcofarsa que nos venden
- ¡Ahí les voy!
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Leonardo Schwebel
El mensaje es brutal: la violencia paga. El dinero rápido y sangriento es más atractivo que la vida de esfuerzo. El poder de un rifle vale más que un título universitario. El corrido del capo de moda suena más fuerte que cualquier programa cultural, y la historia de un sicario juvenil parece más aspiracional que la de un médico, un maestro o un ingeniero.
Porque seamos claros: un capo no es un héroe. Es un asesino. Es alguien que destruye familias, que corrompe instituciones y que convierte pueblos enteros en cementerios. Y sin embargo, ahí está su rostro estampado en camisetas, su nombre en canciones que millones cantan como si fueran himnos, su vida recreada en plataformas que lo presentan como un antihéroe carismático.
Lo que preocupa no es que existan esas canciones o esas series; lo preocupante es que millones las consumen sin cuestionar, y que incluso las autoridades hacen como que no pasa nada. La narcocultura avanza a pasos agigantados porque ha logrado infiltrarse en lo cotidiano: en la música que suena en las fiestas, en el lenguaje de los adolescentes, en la moda, en el imaginario colectivo. Y mientras tanto, la cultura de la legalidad se diluye.
¿Y dónde está el Estado? Como siempre: de espectador. Ni regula, ni combate, ni ofrece alternativas reales. El gobierno presume programas sociales, pero no evita que miles de jóvenes sueñen con ser los próximos “jefes de plaza”. La política cultural es un adorno, un discurso hueco en foros y conferencias, pero incapaz de contrarrestar la maquinaria del entretenimiento narco que todo lo devora.
El narco no solo se apoderó de territorios y carreteras; también se apoderó del alma de una generación. Esa es la conquista más peligrosa.
Y ojo: esta narcocultura no solo se consume en México. Es exportada, aplaudida y monetizada fuera del país. Se vende como un producto cultural, como si fuera nuestra identidad. Nos reducen a narcos y violencia, y tristemente, nosotros mismos lo permitimos porque lo consumimos, lo cantamos y lo celebramos.
Nos hace creer que lo anormal es normal. Y lo peor: convierte en espectáculo el sufrimiento de miles de víctimas, que jamás tendrán corridos ni series porque ellos no son el negocio, son solo los más cadáveres.
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