Halloween en los años ochenta: la fiesta que convirtió la nostalgia en un disfraz
- Pláticas para el Trayecto
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Carlos Garza
Corrían los años ochenta y la palabra Halloween sonaba con un eco distinto.
No era la maquinaria global de consumo que hoy llena los supermercados desde septiembre o las plataformas digitales de venta, sino un ritual callejero y casero, una mezcla de curiosidad, travesura y moda importada que se filtraba poco a poco en nuestras costumbres.
El 31 de octubre era, para muchos niños y adolescentes, la noche en que la rutina quedaba suspendida y la imaginación salía a pasear.
En los barrios, la celebración tenía un sabor muy particular: las calles se llenaban de voces agudas gritando “¡dulce o truco!” mientras los vecinos se organizaban con caramelos, chocolatinas o galletas envueltas en papel metálico brillante.
Había algo de improvisado y artesanal en la manera de repartir dulces: no existían bolsas industriales temáticas, sino pequeños envoltorios caseros, puñados de chucherías metidos en bolsitas transparentes o incluso monedas que caían en las manos abiertas de los más pequeños.
La recompensa era menos abundante que hoy, pero infinitamente más sabrosa porque venía cargada de sorpresa.
Los disfraces eran otra historia. Si ahora encontramos máscaras de látex hiperrealistas y trajes de lujo en cualquier tienda, en los ochenta la regla era la creatividad casera.
Mamás y abuelas transformaban sábanas viejas en fantasmas, retales de tela negra en capas de vampiro, y un poco de harina mezclada con agua bastaba para simular heridas terroríficas en el rostro.
Los más afortunados lucían máscaras de plástico duro compradas en mercados o grandes almacenes, con gomas que se enredaban en el cabello y dejaban la cara sudada a los pocos minutos.
Esas máscaras representaban a los íconos de la época: Darth Vader, E.T., Freddy Krueger, Jason Voorhees, e incluso héroes televisivos como el Hombre Araña o He-Man.
El cine y la televisión marcaban la pauta: las salas proyectaban Pesadilla en la Calle del Infierno, Viernes 13, Los Cazafantasmas, y cada estreno se convertía en inspiración para la próxima fiesta de octubre.
Las fiestas en casa tenían su propia identidad. Un tocadiscos o una grabadora servían de DJ improvisado; sonaban Michael Jackson con Thriller, Madonna o los acordes de la banda Bon Jovi.
En los salones se apagaban las luces, se colocaban velas dentro de calabazas huecas y se contaban historias de miedo heredadas de leyendas urbanas o del folclore local.
En muchos hogares, Halloween era una excusa para reunirse con amigos y vivir una noche de permisividad: se podía trasnochar, comer más azúcar de la cuenta y sentir el cosquilleo de la adrenalina en la oscuridad.
En las calles, la actitud social era distinta a la de hoy. Había menos vigilancia, menos miedo a los peligros y más confianza en la comunidad.
Los niños caminábamos en grupos, tocábamos timbres sin temor y los adultos se asomaban sonrientes a las ventanas para vernos desfilar.
Halloween se percibía como una curiosidad importada de Estados Unidos, pero que encajaba bien con el espíritu festivo de la década: una época marcada por el brillo de los neones, la estética extravagante, los videoclips y la explosión del consumo cultural.
Si algo definía a los ochenta, era la idea de que la diversión debía vivirse sin complejos, y el 31 de octubre ofrecía la excusa perfecta.
Reflexionar sobre aquel Halloween de los ochenta es reflexionar también sobre la sociedad de entonces.
Vivíamos en un mundo analógico, donde la televisión en abierto marcaba la agenda colectiva y cada estreno de cine de terror se convertía en acontecimiento social.
Halloween era un reflejo de esa cultura compartida: todos hablábamos de las mismas películas, todos bailábamos los mismos temas, todos imitábamos a los mismos personajes.
Había una inocencia distinta en el miedo que buscábamos; no se trataba de la violencia explícita, sino de un miedo lúdico, colorido, muchas veces ingenuo que encontraba eco en nuestra imaginación.
El terror se disfrazaba de humor y las pesadillas cabían en una máscara de plástico o en un maquillaje mal hecho.
Los ochenta fueron, en definitiva, el tiempo en que Halloween dejó de ser una fiesta lejana y se integró en nuestras calles con identidad propia.
Una década en que bastaba con una calabaza tallada torpemente, una cinta de casete y un disfraz hecho en casa para vivir una noche inolvidable.
Hoy, al mirar atrás, comprendemos que, más que los dulces o los sustos, lo que recordamos con nostalgia es la sensación de comunidad: los vecinos riendo juntos, los niños corriendo de puerta en puerta, los adolescentes bailando en salones pequeños iluminados por velas.
Halloween era entonces menos espectáculo y más experiencia compartida. Y quizá, en esa sencillez, residía su auténtica magia.
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