La muerte, ya se ve, no tiene colores: decidió que la pasión es una sentencia
- Plaza Garibaldi
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Alejandro Sánchez
Lalito, de 16 años, no era delincuente ni pertenecía a ninguna barra violenta, pero lo mataron como a un animal de rastro. Su único “pecado” fue amar a las Chivas y llevarles serenata a los jugadores en el hotel de concentración.
La violencia ya no está en las gradas. No se congrega en los puentes ni se mide en cantos de guerra durante los partidos. Se volvió venenosa y tiñó de sangre las calles que alguna vez fueron refugio de celebración. Ahora los rivales merodean como perros rabiosos sin bozal, antes y después del Clásico Tapatío, en las esquinas y los semáforos. Esta vez no hubo enfrentamiento entre facciones: fue un sacrificio sin sentido, un acto de pura maldad.
La única voz prudente tras el asesinato, mientras otros guardan un silencio que normaliza la barbarie, fue la del cardenal Francisco Robles Ortega, representante de una Iglesia que perdió influencia social pero no lucidez moral: “Todo lo que sea preventivo tiene que hacerse, no se tiene que omitir o suponer. Pero no podemos dejar pasar que ya es normal. No es normal que una actividad humana que debería llevarnos a la convivencia sana y armónica se convierta en una ocasión de daño, y daño tan grave como quitar la vida a alguien”.
Esta vez coincido con el prelado: no debemos normalizar la violencia vinculada al deporte. Los dueños de los clubes, las autoridades, la policía, los académicos, los periodistas… todos deberíamos defender los valores del respeto y la armonía.
Quiero rescatar también un comentario crudo, pero certero, de un amigo que publicó en redes sociales después de la goliza de Chivas al Atlas en el estadio Akron: “Está cabrón que, aun con lo que pasó ayer, se pusieran a ver el juego y a celebrar el marcador. Habría que castigar a esos equipos que incitan a la violencia y mantienen enardecida a su afición. Lo que hacen es trasladarles a los aficionados el coraje que debería dirigirse a los equipos, las ligas y los resultados mediocres que se mantienen incuestionables. Incluso una turba dejó tendido a un niño en la calle”.
Una verdad que quema como sosa el esófago y que los clubes, cómplices por omisión, intentan enterrar bajo un silencio cobarde, lavándose las manos mientras venden la idea de que este fanatismo visceral es pasión.
Esa noche Lalito no fue a buscar pelea. Fue a llevar una serenata a los ídolos de su vida, a los hombres que vestían la camiseta sagrada. Quería transmitirles su energía, su juventud, su alegría pura antes del duelo. Llevaba su música como un estandarte. Lo mataron a cuchilladas. No en un callejón oscuro tras una riña, sino en el lugar y el momento donde la inocencia debió ser su única armadura.
La violencia, esa que el fútbol alimenta con su retórica de guerra y su tribalismo, ya no discrimina entre rivales: devora a sus propios hijos. Le arrebató la vida a un niño por el simple y brutal acto de emocionarse.
Llámenme como quieran, pero los jugadores, aquellos por los que Lalito habría dado todo, salieron al campo. Los mismos a los que fue a cantar, los que quiso tocar con su fervor, celebraron sus goles al día siguiente con sonrisas para las cámaras, como si nada. Como si la sangre de su fanático no hubiera manchado el escudo que llevaban en el pecho. Y los que perdieron, mostraron el rostro torcido por la rabia de la derrota. Les dolió más un balón que no entró que un corazón que dejó de latir.
Y no fue un hecho aislado. En Ciudad de México, otro hombre se preparaba para el mismo partido. Se puso su camiseta celeste con la misma ilusión, un amuleto de domingo. Pero por portar esos colores, alguien decidió que su fe merecía castigo. Una golpiza apagó su canto para siempre. Dos muertes con horas de diferencia, separadas por kilómetros, unidas por el mismo sinsentido.
Ese es el nuevo y aterrador rostro de la violencia: la normalización de la tragedia y la indiferencia como respuesta. La muerte de Lalito no es una cifra más. Es una lápida que cae sobre la inocencia del aficionado. La pregunta que duele es: ¿ya nadie podrá ponerse una camiseta y celebrar? ¿O acaso la camiseta, ese segundo pellejo, se convirtió en el blanco perfecto?
La violencia ya no busca enfrentamientos; busca sumisión. Quiere silencio. Y lo está consiguiendo, un Lalito a la vez. Las autoridades no atienden este síntoma de pudrición porque temen aumentar la “percepción de inseguridad” que, de acuerdo con el INEGI, creció más de seis puntos en los últimos meses. Pero el costo a largo plazo será mucho más grave.
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Había una vez un país donde el fútbol era el remedio para todos los males. Los domingos, la gente se ponía la camiseta como un vestido de fiesta y salía a celebrar. En ese país vivía Lalito, un muchacho de 16 años que amaba a su equipo con una fe tan grande que le cabía en el pecho. La noche antes del Clásico Tapatío, quiso llevarles una serenata a los jugadores. No fue a buscar pleito: fue a llevar alegría en forma de canción.
Pero la violencia, que ya no sabe dónde vivir, desbordó las calles. Esa noche, sin que nadie pudiera explicarlo, Lalito murió apuñalado. La muerte, ya se ve, no tiene colores. Y decidió que la pasión también puede ser una sentencia.
Descanse en paz Lalito, el portero que quería defender el marco de las Chivas.
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